
Durante su infancia, César Leno vivió frente a un cementerio, que era el único espacio verde en 20 manzanas a la redonda. Por tal motivo, sus recreos los pasó entre las tumbas y la intemporalidad de un silencio acogedor. Sus primeros juegos consistieron en enumerar cuántos Carlos o Josés había enterrados ahí. Cuando se aburrió, tomó interés por las fechas, buscando las repetidas, las que sumaban nueve, las que coincidían con su nacimiento, etcétera. Después, le dio por adivinar cuál sería el nombre del siguiente inquilino. Pasados unos años, tras distraerse con una serie de ocurrencias, se inventó una forma de crear inagotables cuentos: cogía una palabra de cada lápida y formaba oraciones, que enlazaba con otras y otras, descubriendo cientos de historias que lo llevaron, posteriormente, a ser un amante de la literatura.