Nací a diez minutos de un río y a tres horas del mar. Además, corría agua entre dulce y salada por mis mejillas.
Y me gusta creer que esas lágrimas brotaban porque intuía que en breve me separaría de mi familia. Aunque lo lógico es que llorase como mera consecuencia de haber nacido; pero, insisto, me gusta creer.

En cuanto a la fecha, nací el 26 de agosto de 1970. Pasados cuatro meses, mi madre tuvo que desprenderse de
su sexto hijo: yo. Como el agua no hacía prodigios con el abrigo —sólo multiplicaba la sopa—, me pusieron bajo la tutela de un pariente.
Carlos Valcárcel Morán era un cuarentón solitario que vivía lo saludablemente lejos de las urbes y su gente. En una de sus raras visitas a Arequipa, mis padres le pidieron que cuidase de mí. Me tomó en sus brazos, tanteó mi peso y me lanzó hacia arriba. Tres veces. Sin mueca de sonrisa ni nada semejante, les dijo: “Es

posible que aprenda a volar”.
Para ello, elevó la realidad con cuentos… Fragmentos que ahora intento unir para reencontrarme en él, batiendo las alas hasta llegar a lo más profundo del pozo.