Imagen de Un sorbo en blanco y negro  
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Fragmentos de un Padre
Episodio II
 
A partir de que dejé la casa de mis padres biológicos hasta mis cuatro o cinco años de edad, no conservo recuerdos, ni propios ni los de nadie que me haya podido contar qué pasó en mi nuevo hogar. Para llegar ahí, había que caminar durante cuatro horas desde Urubamba, pequeño poblado del Cusco. No suficiente con esa distancia, mi padre (Carlos) agradecía expresamente a quienes, pudiendo y queriendo, no nos visitaban. Lo hacía por carta, a través del ayudante del almacén que nos traía los víveres y que sólo llegaba hasta la puerta de entrada, sin cruzar el dintel.
 
La única vez que ansié preguntarle a mi padre sobre aquella etapa, desistí. No quise decepcionarlo. Para él, despertar el pasado de uno por simple curiosidad era, además de una muestra de inmadurez, una falta de respeto al presente… a nuestra vida. Otra cosa muy distinta era cuando yo recordaba algo de manera natural. Ahí debía aguzar la memoria puesto que sin duda tenía relación con lo que estaba sintiendo en ese momento y podía contribuir a que la vivencia fuese más clara e intensa.
 
Carlos no conservaba fotos u otros objetos por sus atributos evocadores del pasado; lo hacía únicamente por sus beneficios prácticos, como el poseer una olla para cocinar o una imagen decorativa. Si el retrato de un pariente le era menos cautivador que el de un extraño, lo regalaba o, en el caso de que nadie lo quisiese, lo usaba para alimentar la chimenea en las noches duras. Durante una granizada, mi abuela, dos tíos y una señora —a la que él solía contemplar con ternura y admiración— se hicieron cenizas junto a unas ramas y unas cartas sin abrir. Me sorprendió verle soltar una lágrima.
 
El Lepidopmac
 
Cientos de parejas aguardan su turno. Da gusto verlas porque no son comunes. Es evidente que se aman. Y no porque vayan de la mano o se miren con ternura, sino porque sería absurdo estar de pie tantas horas si no portasen las pruebas que lo acreditan. El letrero, donde inicia la fila, anuncia: “Pagamos 20 gramos de oro por mariposa”.
 
Se sabe que el método es indoloro y que cada estómago enamorado alberga entre 10 y 15 especímenes. Además, el intervenido puede generar nuevas mariposas al cabo de una semana. Sin embargo, existe un inconveniente. Con frecuencia, sólo uno de la pareja las porta, demostrándose que no es correspondido. El drama es inevitable.
 
Los detractores del doctor Lorca, inventor del Lepidopmac (aparato para cazarlas), lo tildan de “anti-romántico”. Unos, por ponerle precio a los sentimientos más nobles. Otros, por llevar al abismo a tantas parejas correctamente constituidas. Ni los oye. No hay tiempo. Su amada aguarda la sentencia. Cuando el número de mariposas iguale al de personas, Lorca las soltará. Confía en que nadie querrá sostener un fusil.
   . —
por Rafael R. Valcárcel
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