Quedé rodeado de trocitos de cristal. Descalzo. Busqué señales de vida en mis pies; algún brote rojo que decorase las incontables gotas blancas. Ni un rasguño. “Nada que permaneciese después de pasar la escoba y la fregona”, pensé… en tu delicadeza para unir las frases, en la complicidad entre la brisa y tu aroma, en el coqueteo de nuestras sombras —sumado a conatos de obra u omisión—, en tu fe.
Continuaba en el salón, ocupando la misma baldosa con siluetas de leche ya evaporada; imágenes que fueron tejiendo tu voz. Seguro de encontrarte, giré sin mover los pies. Ni una fotografía. “Nada que demostrase que mis recuerdos provenían de la realidad”, pensé… en la puerta por la que quizá nunca pasamos, en el cruce donde tal vez no rozamos nuestros dedos, en las preguntas que posiblemente no te hice, en tu sonrisa que ahora me cuesta hasta inventar.
Pisé los cristales. Todos, por separado y en grupos. No sangré. Escapé de aquel sueño antes de un segundo respiro, a diecinueve días para tu regreso.
Cogí el vaso, medio lleno de leche, ¡y no resbaló de mis manos! Se sujetó a ellas para que lo acercase a mis labios y disfrutásemos cada gota antes de volver a despertar. |