Otto Dolbulg

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

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A una edad en la que ya no se le puede echar la culpa a la ingenuidad infantil, Otto Dolbulg seguía teniendo la firme convicción de que el hogar era dulce, y no dulce como la alegría, sino como la misma caña de azúcar.

Los sociólogos que siguieron este caso, a inicios de los noventa, coincidieron en que el señor Dolbulg mantuvo tanto tiempo esa ingenua creencia porque nunca la puso en discusión, ni siquiera la había comentado, ya que para él esa verdad era tan cierta y evidente como su nombre. Preguntar en medio de una conversación: “¿Realmente me llamo Fulano o será que únicamente tengo apellidos?”, sería tan absurdo como decir: “¿El hogar es dulce o tú piensas que carece de sabor?”. Sin embargo, puesto que la estupidez siempre nos ha acompañado —aunque investida de razón—, no faltó el encuestador que se estrellara en el camino de Otto, con un discurso que en resumidas cuentas era éste: “La revista Mythique está realizando un estudio sobre la evocación de palabras sugestivas. ¿Si el hogar  p u d i e s e  tener sabor, cuál imagina que sería?”.

Otto, ante la duda de estar frente a un bromista barato de la tele o un demente, contuvo cualquier expresión. Mientras lo hacía, buscó una cámara o algún indicio para desvelar la trama en la que querían envolverlo. Incluso, fingiendo un dolor de cuello, miró de reojo al cielo. Continuando con la búsqueda, volvió a posar los ojos sobre el rostro cada vez más desconcertado del encuestador, lo que le ayudó a deducir que estaba frente a un hombre que había perdido la razón. Otto decidió seguirle la corriente y, para estar a su altura, respondió con otro disparate: “El hogar sabe al aroma que deja el pienso. Luego existo”.

Aquel incidente quedó en el olvido, hasta que pasado un mes, en una cafetería del barrio, el camarero le ofreció a Otto algo para leer. Entre las opciones estaba un ejemplar de la revista Mythique, donde habían publicado la tabla comparativa de los sabores del hogar más evocados. Cuando abrió la página en cuestión, todo desapareció a excepción de sus pensamientos: “El mundo ha perdido el juicio —afirmación que repitió varias veces muy despacito—. No es posible que sea el único sensato”. Sufrió un desmayo.

Apenas reaccionó, estando aún en el suelo, interrogó a los extraños que le rodeaban. Absorto ante las respuestas, visitó a sus amigos cercanos y familiares para hacerles la misma pregunta. Otto cayó en una profunda depresión.

Los meses siguientes fueron muy duros para él. Tuvo que elegir entre su verdad y la del mundo.

El lunes, al caer el sol veraniego, caminó hacia el corazón de la ciudad en busca del edificio más alto, quizá con la intención de suicidarse, quizá para ver la vida por encima del hombre. Una vez ahí, tomó el ascensor para acceder a la terraza, junto a una señora encantadora que sostenía a su bebé en brazos. Entre los pisos 35 y 36, se produjo un cortocircuito. A las pocas horas del sofocante encierro, el bebé reclamaba de nuevo el pecho. La madre, bondadosa y consciente de la situación, le ofreció a Otto un poco de su leche, quien aceptó con sincera timidez. Al beberla, sintió el sabor a caña de azúcar entre sus labios.

Con la raíz de su verdad en mano, Otto escribió cientos de cartas a todos los centros de investigación para pedirles que demostraran su hipótesis. También contactó con las universidades y los afamados colegios que contaban con los medios necesarios para emprender el estudio. La mayoría le dio largas, el resto ni siquiera le contestó. No obstante, su obsesión por llevar adelante el proyecto fue creciendo, optando por emprenderlo él mismo.

Lo primero que hizo fue reclutar mujeres embarazadas que creyesen en su convicción —etapa que el señor Dolbulg recuerda con especial cariño y sentido del humor—. Una vez iniciado el proceso, registró la dieta alimenticia que habían seguido las 127 mujeres, antes y durante la lactancia. Paralelamente, detalló el carácter y la personalidad de cada una de ellas. Después, con la ayuda de un químico, tomó muestras de leche para analizar su sabor. Al cruzar estos tres datos, Otto notó que la dulzura o amargor de la leche estaban estrechamente relacionados con la alimentación (28%) y la manera de ser (72%) de las madres. El positivismo y la risa eran lo que más contribuía al dulzor, alcanzando su punto máximo cuando se ingerían alimentos como la miel. No obstante, esas primeras conjeturas carecían de valor para el estudio si no se cruzaban con la evocación de sabor que la palabra hogar generaba en los niños que ellas habían amamantado. Seis años más tarde cerró el círculo.

Otto no consiguió demostrar que el sabor del hogar era exclusivamente dulce, pero sí que su madre lo había sido.
 por Rafael R. Valcárcel
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