La cordura entre Roma y Rafael

cuentos

( Rafael R. Valcárcel )

cuentos

Antes de comenzar esta historia, he de aclarar que yo no la he vivido en carne y hueso. La escribiré en primera persona porque así me la contó su verdadero protagonista: Evaristo Soriano Benavides, conserje del hostal Miramar en vida.  Falleció el 27 de diciembre de 2008.
Mi madre se alegraba cuando me veía venir de la mano con Roma. Decía que los hombres enamorados perdían la razón, pero que a mí —reía— me ocurría lo contrario. El amor despejaba mi locura.
Reposando a la sombra de unos pinos, la conocí a través de las palabras de un señor. Su padre. Hablaba de ella sin deformarla, describiendo la silueta vacía que habitaba en mí. Las virtudes que él no exaltaba en ella encajaban perfectamente con mis anhelos y, para mayor fortuna, las peculiaridades que él no minimizaba en ella le daban sentido a mis inquietudes.

Quise seguir escuchándolo. Deseé más que me presentara formalmente a su hija. Me levanté y corrí. Di la vuelta al seto tan deprisa como pude. Junto a él, los familiares y amigos se tragaban el sonido del llanto. Estaban enterrando a Roma.

Me uní a ellos.

Sin la intención de faltarles el respeto, no compartí su pena. Era dichoso por haberla encontrado, a pesar de que su cuerpo había vivido en un momento anterior al mío. Nada que no tuviese solución. Tomaría un adelanto del paraíso.

Ya me sentía ahí, disfrutando las imágenes que su padre sugería con cada pausa, cada lágrima, cada sonrisa. Mencionase un momento de complicidad o uno de dificultades, su voz siempre irradiaba admiración. Terminada la ceremonia, lo abracé con toda la ternura que pude evocar de la infancia. Me aproximé a su madre. Percibió la locura detrás de mis ojos. Puso su mano derecha en mi hombro derecho y me susurró al oído que cuidase de su hija. La calidez del tono no le restaba autoridad.

Esperé a que me dejasen a solas con Roma para invitarla a pasear.

Desde el inicio, fuimos transparentes.

Ella me correspondía. Dijo que se había enamorado de mí antes de verme, que al escuchar la aceleración de mi corazón y mis pensamientos en voz alta, supo que viviríamos juntos. Eternamente.

Poco a poco, lo que fuimos descubriendo en el otro reafirmó nuestros impulsos y nos dio la suficiente confianza para dejar de pensar.

Cuando íbamos a visitar a mi madre, los vecinos susurraban. Ambos reíamos hasta fatigarnos, especulando quién creían que era Roma: ¿Un amigo imaginario o mi psiquiatra?

Mi madre nos recibía llena de alegría. Era una mujer magnífica. Sensible. A diferencia de quienes se esforzaban por seguirme la corriente, ella nunca se sentó sobre Roma ni miró hacia otro lugar que no fuesen sus ojos cuando le hablaba. Estaba agradecida con ella por haber contribuido a que su hijo ‘sentara cabeza’: dejé de ponerles nombres a las nubes y conseguí un trabajo remunerado de media jornada para irnos de fin de semana aquí y allá.

Roma se conservaba joven y radiante. Mi cuerpo envejecía a excepción de mis ojos. Qué años tan intensos. Ella era muy feliz y no sospechábamos que podía serlo más, hasta que comenzaron a morir sus abuelos, los amigos, sus padres… por lo que su tiempo, desde mi perspectiva terrenal, se subdividió progresivamente. Ella se ilusionaba cada vez más y yo me entristecía con esa misma intensidad. Al comienzo me alegró que tuviese otros seres queridos cerca, pero tenía demasiados. Pensé en morir para experimentar un tiempo infinito y así mi fracción se convertiría en un todo. Un adiós sería un hola y en un mes laboral cabría hasta la última de las profesiones. Podría darle nombre, apellidos y pasado a cada nube, y a cada persona le dedicaría una vida y a Roma la suma de ellas, y quedaría tiempo para jugar a partir de cero tantas veces que nos olvidaríamos de contar… y, antes o después de eso, volvería a dejar de pensar. Pero si muriese, ¿qué pasaría con mi madre? Esa pregunta me condujo a otras y quedé atrapado en una espiral racional.

Tuve que asimilar la realidad.

Dejé de ir al cementerio y he vuelto a tumbarme boca arriba para disfrutar de mi oxidada vocación. Cada día, con la mente en blanco y en honor a Roma, observo la primera nube sin tocarla con mi voz. Las otras tienen la libertad de elegir cualquier nombre y yo la libertad de soñar con ellas.
Desde la perspectiva de Roma, ella viene a verme a cada instante. La última vez que estuvimos juntos fue hace 19 meses, cuando murió mi madre. Me dijo que la llevaría a pasear para mostrarle el lugar. ¿Y por qué no me fui con ellas si ya nadie me retenía? Por darme un capricho.
 
Como puedes apreciar, no dejé el empleo de conserje y adquirí la costumbre de ahorrar. Mandaré a construir un pequeño mausoleo como un regalo para mi despedida de soltero. Las paredes tendrán frescos que celebren el día que mi esperanza cobró vida: el día en que Roma y yo nos conocimos. No tendrá techo. Dará lo mismo que se conserve un año o mil porque también me habré despedido de la lógica del tiempo.
 por Rafael R. Valcárcel
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